Llego a Navacerrada a eso de las
18:45. Aparco cerca del Polideportivo, donde se recoge el dorsal, pero antes
quiero llegar a la charla que es a las 7. De camino, ya se nota el ambiente de
carrera, un chico me pregunta que dónde es la charla, le digo que me acompañe,
que voy para allá.
Andar un ratito antes de hacer
110 km genera dudas: ¿no debería estar quietecito? El caso es que la charla
sirve de recordatorio del recorrido y también ilustran cómo es el recorrido. En
algunas partes muy técnico. Antes de que termine, cuando ya están hablando para
los de la carrera del TP80, me marcho camino de vuelta al coche.
Recojo primero el dorsal y luego
a tomar el plato de pasta. Justo en el vehículo de al lado, un corredor de
Tarifa, realiza el mismo protocolo, aunque él ya ha empezado. Sentados los dos
en un poyete de piedra, disfrutamos de una animada conversación. Tienen mucho
arte los andaluces. Yo le digo que es la primera vez que participo en algo así,
el me comenta que se tuvo que retirar en el Puerto de Navacerrada (¡sólo le
quedaba bajar!), pero decía que la rodilla no le daba para más. Una pena. Sin
duda, lo mejor de la conversación es que alguien de quien no sabes ni su nombre
te ofrezca una crema (tipo vaselina) para echártelo
en el ojete… “Esto lo venden en Gibraltar, que no tienen distribuidor en
España”. Un bote grande. Al rato, llegan conocidos suyos con el mismo bote y
con esa gracia andaluza dice uno de ellos señalando un frasco más pequeño, “Esto
es formato travel”. Me meaba de la
risa.
Después de la pasta, toca ponerse
el uniforme de batalla. Más que estrenado, pero con dudas acerca de cómo
aguantará tantas horas. Según preparo la mochila y voy a ponerme el dorsal, veo
que nos han dado un vaso plegable. ¡Menos mal! Ya me veía con el vasito de la
niña por los montes. Últimos mensajes de ánimos, últimas llamadas antes de
empezar y última toma de contacto para ver cómo andan los nervios.
21:30 llego a la salida. La gente
va muy preparada. Algunos llevan cosas que, si se puede decir, ni sabía que existían. Yo con mis pantalones
de 12 euros, y una camiseta de otro tanto. Cómo alguno amigo me dice, “lo que
cuentan son las piernas”. Eso me anima. Es cierto. La ropa no corre sola.
Un rato de espera y me acerco al
recinto de salida. Me coloco en la parte trasera. No hay prisa. Ambientazo.
Carlos Soria, montañero de 14 ochomiles anda por allí. Nos da la enhorabuena
por el mero hecho de haber tenido la idea de participar.
10 minutos para salir. ¡A alguien
no le funciona el frontal! La organización pide colaboración ciudadana. Pocos minutos antes, comunican que le han
podido proporcionar uno. Menos mal, vaya disgusto se ha ahorrado.
22:30. Comienza el espectáculo.
Aquí la gente no grita aquello de al
turrón como en Humor Amarillo. A los primeros ni les habré visto. La gente
sale rápido. Muy rápido, “¡oye, que son 110 km!”. Bastante público en el
pueblo, unos a pie de calle, otros animando mientras disfrutan de su cena. Los
corredores con buenas caras. Los que se conocen van hablando de sus cosas,
algunas importantes y sin resolver. Me llama la atención, pero luego me daré cuenta
de que hay tiempo para todo. La mayor parte del pelotón va por delante. No
hemos salido del pueblo y me veo cerrando un grupo. Miro para atrás. Alivio,
viene más gente. Llegamos a la rotonda de la piedra donde la policía ha cortado
el tráfico. Será el único punto donde ocurra esto. Entramos en la pista de La
Barranca. El camino no es por donde pensaba. “Los matices de los tracks”. Ya
empieza a haber gente que va andando. Sé que debería dosificar, pero me veo
para trotar un poco. Me voy metiendo más en el grupo. Comienza la subida a La
Maliciosa. Donde voy, ya nadie corre. El camino está bien balizado, pero si el
primero se sale, allá que vamos todos. No hay muchos mosquitos, ¡y yo que me
había echado repelente! Después de la fuente de La Canalina, ocurre eso, hay
que atravesar unos metros entre unos brezos para volver al camino. Es el tramo
más duro de la subida. Corto, pero exigente. Voy adelantando a algunos
corredores. ¿Pagaré este esfuerzo? Los primeros tiempos de corte son justos, no
apremiantes, pero tampoco para dormirse. Ya habrá tiempo de descansar más
relajadamente. Sigo con buena marcha, hasta la cima. Hay gente animando en el
collado, es muy de agradecer. Ya sopla el aire. Me veo entre los corredores. No
voy el último. Ese era mi temor. Hace viento en La Maliciosa. De hecho, creo
que siempre lo hace. Increíbles las vistas de Madrid de noche. Paro a ponerme
el cortavientos y comienza el primer gran desafío técnico de la prueba: la
bajada a Canto Cochino. Voy bien de tiempo. 1:47:27.
Se distinguen los frontales en la
oscuridad de La Pedriza. Mucha gente ya ha hecho el tramo complicado de la
bajada. Tranquilo. Un error aquí y te juegas la carrera. Me pasa algún
corredor, menos de los que pensaba. Se oyen resbalones y tengo algún tropiezo.
Bajo mejor que la vez que lo hice de día. Debe ser que ver que los que se
apuntan no son todos cabras locas, me da seguridad. Pasado el primer tramo,
empiezo a trotar un poco. Sigue siendo bajada con bastantes piedras
intercaladas. Se forman pequeños atascos en los pasos técnicos. No merece la
pena correr para luego pararse. Economizo, es como lo de ver el semáforo en
rojo. Entrando ya en el sendero de la umbría, antes de llegar a la pista de las
zetas, se forma un grupo definido. El primero va haciendo un pequeño atasco.
Una chica me pide paso por la izquierda. A esas alturas ya había entablado
conversación con un chico segoviano. Le pregunto si quiere pasar, me dice que
el ritmo que llevo le va fenomenal. Hablamos de los incidentes, a uno se le
dobla incluso un bastón, le cuento lo que viene porque no se conoce la parte
madrileña, me habla de que su madre le iba a preparar algo para comer, y que si
lo hiciera comeríamos todos los corredores. Las madres. Cruzamos por la pista
para continuar el sendero. En la pista hay un corredor tendido. Nada grave,
pero lo suficiente como para que pareciera que no iba a poder continuar. Busco
un pequeño barranco donde recuerdo que se adentra el camino, referencia para
saber que estaba llegando a Canto Cochino. Primero, hay que enlazar otra vez
con la pista y sortear unos cuantos árboles caídos que sí tenía en mente. Poco
antes de llegar al avituallamiento, el segoviano se para por cuestiones
fisiológicas y, no volveremos a coincidir en carrera. La luz en el aparcamiento
otrora paraíso de domingueros es el final del primer túnel. 18 km. Primera (de dos)
bajada técnica realizada. Me sobra una hora con respecto al cierre. Paro a
rellenar agua, un par de vasos de coca-cola, gajo de naranja, unos cacahuetes,
y un cachín de barrita. 3:22:04.
Miro adelante. La subida del Barranco
de los Huertos iluminada. Miro hacia atrás. Siguen llegando corredores. Esta
subida es corta, pero dura. El objetivo es el Puerto de La Morcuera, pero aún
queda lejos. Primero el control en el Collado de La Pedriza. En esta subida un
grupo de corredores se ha salido del camino. Justo cuando llego, veo que están
dando la vuelta; al menos no tuve que retroceder, estaba justo en el punto
donde se habían desviado. Pongo marcheta,
no soy capaz de adelantar a nadie, tampoco me pasan demasiados. Llego a la Gran
Cañada, empiezo a trotar a ratos (CaCo
como lo denomina el argot ultrero).
El reloj en la Morcuera aprieta. En el collado de La Pedriza veo el control.
Está antes de lo que pensaba. 4:09:16. La bajada en la que debo estar atento no
ha llegado, aún hay un tramo hasta ver la panorámica de la Hoya de San Blas.
Mis pensamientos en este tramo vuelven a primavera, cuando estaba todo con
muchísima agua y terminé con las zapatillas mojadas. Ahora se hace más cómodo.
Desde el collado donde yo pensé que iba a estar el control, se inicia la
bajada, vamos un grupo de una veintena de corredores, más o menos al mismo
ritmo. Concentrado en la bajada. Me acuerdo de los buitres y las cabras que vi
aquí, esto es otra historia. El camino se ensancha, ya casi estoy en la Hoya. Cierro
el grupo que venía de la bajada, miro atrás. Nadie. ¿Estoy para ponerme a
pensar en películas de suspense? Chorradas.
Tengo la mente suficientemente despierta para alumbrar con el frontal a
El Canto. No hay actividad. No me extraña, deben ser las 3:30 de la madrugada.
Justo después una carpa, pero falsa esperanza. Los voluntarios animan: “¡3,5 km
al avituallamiento!” Poco y mucho a la vez. Trotando y andando. Animándome a mí
mismo: “el siguiente objetivo casi le tienes”. Me meto un poquito en el grupo
que cerraba adelantando a algunos corredores. Hoya de San Blas. 5:41:19.
Un avituallamiento es como un
oasis en el desierto, pero psicológicamente es como haber alcanzado la meta
(parcial, claro). Sírvase unos vasos de isotónico, y coca-cola. Relleno el agua
y picoteo algo. Por el camino ya me he tomado un par de barritas de las que llevaba
y medio plátano. Me siento un par de minutos; viene bien quitarse la mochila. A
mi lado un corredor está con una manta. No se encuentra bien. La organización
insistió en la charla en que éste no era un punto de retirada, pero este caso
no pinta bien. Hablan de un corte de digestión. Sugiero que lo tumben para que
no esté con la tripa contraída y advierto de que no tengo mucha idea de esto.
Además el aire hacía que se estuviese incómodo. Desconozco en que quedaría
todo. Espero que sólo en un susto.
Salgo del avituallamiento para
despejar buena parte de las dudas de quedar fuera de control. ¡A la Morcuera! Este
terreno es bien conocido. Unos cuantos paseos me di por aquí con Sam. La pista
es ancha, y solo con un par de repechos, invita a trotar. Difícil. Las fuerzas
empiezan a flaquear, aun así me fijo el objetivo de correr hasta el collado de
salida de la Hoya. Al llegar a la altura del cercado de la charca de anfibios
paro. Un respiro. Los corredores van parecidos. Quizás podía haber dosificado
algo más, pero la Morcuera es una obsesión y quiero llegar a tiempo y con
tiempo, si es posible. Este tramo me “obligué” a correrlo. En mis referencias
es lo que había hecho en aquel entreno de 50 km que hice en primavera. Una
suave subida y salgo de la Hoya. Ahora sé que hay unos metros de bajada, poca
cosa. Pero serán los últimos de correr hasta el puerto. Los aprovecho. Al
llegar a una antigua casa forestal, giro brusco a la izquierda. Muy bien
señalizado, e incluso los voluntarios ofrecían agua. El camino se torna cuesta
arriba. Empiezo a buscar referencias que tengo en mente: unas zetas, un tramo llano,
la salida a la pista que enlaza con la que tantas veces he subido en bici. Los
que van a mi altura van bien, mejor que yo. Pierdo posiciones. Justo de fuerzas
y encima esto. “Cabeza fría que sabes que llegas”, intento grabar a fuego en mi
pensamiento. Llego a la zona de zigzags, uno de los corredores acorta, y me
cede el paso. Me dice que no se ha dado cuenta. No tiene importancia. La
anécdota me recuerda a la Fórmula 1 cuando se saltan una chicane. Al poco me
adelantará. Tramo llano antes de la pista e intento aligerar el paso, pero se
me olvida que queda otro arreón. El ritmo se hace pesado. Afortunadamente, la
pista aparece al poco. De nuevo, con la obligación de trotar. Esta vez
siguiendo uno de los ejercicios que había desarrollado en las salidas largas:
empezar a trotar mientras cuento. En este caso, hasta 100. Habrá otros
similares a lo largo de la carrera. La pista enlaza con la que sube de
Miraflores. Empieza a clarear. Unas miradas al este para disfrutar del
amanecer. Un poco de relajación antes del último desvío. 40 minutos andando es
mi referencia. Ni siquiera sé si llegaré a cumplirlo. El camino coge pendiente
en seguida y es sostenida por momentos. Un descansito que no esperaba. El
sendero es estrecho. La mente lleva buscando y esperando el momento en el que
se ensancha y se vuelve más pedregoso porque me acuerdo de que ese es el final.
El día ya se ha despertado, hay luz suficiente, aun así el frontal no lo apago.
Sólo pienso en el avituallamiento. Por fin, la última subida, ya se ve el
aparcamiento, la carretera y algunos madrugadores animando. En ese momento, un
corredor que me adelanta se muestra como la viva voz de la experiencia:
“¡vamos, que llevas buen ritmo!”, me jalea. “¿Buen ritmo?, si me ha pasado
hasta el apuntador”, logro vocalizar faltándome el aire. “Que no, que no. Ya
verás cómo cambian las piernas en la bajada a Rascafría”, me vuelve a animar. Con
esa frase recorro los últimos metros hasta coronar. Puerto de La Morcuera. Más
de una hora con respecto al límite de control y 45 minutos mejor que mi rutómetro para 26 horas. 8:14:40.
Aprovecho para dejar la mochila y
los bastones, rutina que seguiré en todos los avituallamientos. Una de las
manos empieza a avisar con la formación de ampollas, y eso que llevo guantes.
Beber un poco y comer algo. A estas alturas, me cuesta hacerlo de pie. Busco la
silla como si se fuera a parar la música. En el rato que estoy allí, parece que
un corredor está esperando a los suyos, que le seguirán en carrera. Intuyo que
alguna no ha dormido, han estado como él: de
marcha toda la noche. Me hace gracia. Se me escapa una sonrisa. Aún me
sorprende lo que dan de sí estas carreras. Por el tiempo, por el esfuerzo.
Hay que levantarse. Ahora la
esperanza es que el fuera de control se debería alejar. 3 horas para 12 km, la
mayor parte en franca bajada. Se vuelve a fijar el siguiente objetivo:
Rascafría y el jamón que me han dicho que hay. Sobre motivación no hay que
poner límites. Este tramo es uno de los que no he hecho en la preparación del
GTP, aunque sí lo recordaba a grandes rasgos de las rutas de la bici. Bajada,
pequeña tachuela, bajada y llaneo desde Las Presillas a Rascafría.
Corre aire. De hecho, este ha
sido el principal factor para no parar mucho en el puerto. Con el cortavientos
puesto, inicio la bajada. Pasados los primeros momentos, las piernas se
empiezan a descargar y voy acelerando el paso. Al llegar a la pista principal
ya estoy trotando. Es bajada, pero en cualquier caso, no se hace cómodo.
Adelanto a algunos corredores que van andando y otros, que van más ligeros que
yo, me pasan. Llevo más de 40 km y me sigo viendo en carrera. En mi carrera. En
uno de los recodos de la pista, el trazado ataja por un prado. Soy capaz de
disfrutar de esa sensación de libertad cuando se va por donde no hay camino.
Son sólo unos metros. De nuevo en la pista para encarar la pequeña subida que
queda cerca de la Loma del Purgatorio. Esa la voy a hacer andando, pero antes
hay necesidades fisiológicas. Son muchas horas. En esta segunda vez, ya hago
casi como los ciclistas y antes de terminar ya he empezado a andar. Sí, claro,
rastro he dejado. Una vez coronada la loma, sigo con fuerzas para bajar a trote
la segunda parte de la bajada. Aquí recuerdo una curva de herradura de derechas
que era divertida con la bici. Tarda en llegar. Es más, otra referencia que
tenía aparece antes. Me descoloca. Me pregunto cuanto queda para Las Presillas.
Antes de llegar a ellas el camino se vuelve llano. De repente, un cartel te
invita a sonreír para la foto del kilómetro 50. Sonrisa tonta de aquél que, aun haciendo un gran esfuerzo, está disfrutando de los pequeños detalles de esta experiencia. Volviendo al asunto, ¡queda un trecho todavía para el puente del Perdón! Las piernas se están quedando vacías, deshechas por el camino recorrido. No tengo tiempo de digerir la llegada al área recreativa, mejor así. Ahora para el puente queda poco, pero es una larga recta de asfalto. “Hay que correr hasta allí y luego negociamos”, me digo a mí mismo. En el Puente del Perdón hay unos voluntarios que te indican el camino por el carril bici-peatón hasta Rascafría. “En el semáforo cruzas”, me dicen. “¿En cuál? ¿En el primero?”, pregunto. La respuesta demoledora: “Claro, a ver cuántos crees que hay por aquí”. Me río y agacho la cabeza. Dos kilómetros aburridos esperan hasta el pueblo, pero no lo iban a ser tanto. En este tramo comienzan a pasar las balas del TP80. Llevan un ritmo que yo difícilmente aguantaría 10 kilómetros. Entonces acontece otro de los detalles que hacen que este deporte tenga algo distinto: uno de los dos corredores del GTP que llevo delante, grita que se va a picar con los del TP80, que están corriendo mucho. Puede resultar divertido, pero no hay que olvidar que la parte contraria es gente que está
luchando por la victoria en una carrera de estas características. Sin embargo,
uno de los corredores, quizás el cuarto o quinto, al oírle baja el ritmo, se
gira y acompaña en la broma riéndose. Incluso tiene tiempo para echarle la mano
al hombro haciendo más explícita la complicidad. No sé en cuantos deportes, y
tan duros, habrá este ambiente. Tras estas reflexiones, aún me queda un
kilómetro para la piscina. Lanzo la mirada lejos buscando el semáforo. Obtengo
recompensa, pero aún queda una cuestita para el polideportivo. El inicio de la
misma es casi una herradura que me recuerda a los inicios de puerto en las
carreras ciclistas. La gente anima desde abajo. Sin saber cómo, las piernas
responden mejor de lo esperado. Son los ánimos. Es que el siguiente objetivo
está a la vista. Polideportivo de Rascafría. 45 minutos antes del horario
planificado. 10:33:52
km 50. De camino a Rascafría |
Aquello es el paraíso. Una
pradera para poder tumbarse y dejar los pies al aire, ¡qué bien, se lo han
ganado! Pero como en el edén, hay una tentación. En este caso, en forma de
queso y jamón, y de relajación mental que lleven a decir “aquí me quedo”. Un
inciso, a los del TP80 les toca pasar control de material. Lo habían dicho en
la charla, y supongo que no se podían permitir que fuese un farol. Volviendo a
mis pensamientos, acababa de igualar lo que nunca había recorrido a pie en un
día en mi vida. Había muchas cosas de las que ocuparse antes de pensar en ello.
La mochila de transición con la crema para el sol, calcetines, pañuelos, un
bidón extra por si hiciera mucho calor… Primero a descalzarse, disfrutar de los
primeros rayos de sol y a comer y beber un poco. Algo más que un poco. Una
mirada a la piscina de niños. Está vacía. ¡Quién pudiera meter los pies ahí
ahora! Vuelvo a mi sitio, donde he dejado las dos mochilas. Aún llevo unos
trozos de queso en la mano y el vaso lleno de coca-cola. No termino de estar
cómodo tomándomelo de pie. Una vez finalizado el yantar, toca ver cómo está el
cuerpo. Las ampollas en los pies ya han hecho acto de presencia. En el mismo
sitio de siempre: la parte distal de la planta. Justo antes de los dedos. Me
pongo un par de tiritas específicas para esto. Me cambio de calcetines. Los que
llevaba en la mochila desde la salida. Se me olvidará echar un tercer par. Los
pies se han relajado un poco. Decido seguir con el pantalón y la camiseta. La
vaselina que me di ayer, parece hacer su efecto y no noto ninguna molestia. De
la segunda camiseta no me fio del todo y los pantalones de repuesto son de
travesía. Era por si la cosa iba muy mal y ya solo decidía andar. Me echo crema
para el sol. Cojo el bidón extra. Recargo agua y salgo. Puerto del Reventón. La
parte desconocida para mí de esta carrera. Veremos si hace honor a su nombre.
En la salida del polideportivo se
empieza a ver de todo. Los del TP60 y TP80 llevan ritmos mucho más ligeros, aunque
ya no sean de los primeros; es cierto que siempre hay excepciones. Veo gente
del GTP que echa a trotar. Mi cabeza quiere, ve que es una pista técnicamente
sin ninguna complicación, pero mis piernas no pueden. Y la mirada se empieza a
perder en el horizonte. Demasiado arriba. No conocer el tramo me va a suponer
muchos problemas, pero aun así, el cerebro me da para ser consciente que es un
kilómetro vertical. Mucha tela. La pista es ancha y no hay mucha sombra.
Afortunadamente, el sol no calienta mucho. El paso procura ser lo más fluido
posible, pero no hay manera de echar a correr. Los que me encuentro tampoco
están para regalar nada. Tras pasar alguna puerta, la pista se vuelve un
sendero. Es estrecho y con unas cuantas piedras. Aprovecha una pequeña vaguada
formada por un riachuelo. Se hace incómodo. Busco las sendas que surgen en la
parte superior. Muchas de ellas utilizadas por las bicis. Se hace algún metro
más, pero es un poco más llevadero. “Tiene que haber de nuevo pista forestal”,
es mi referencia virtual. Al salir del cauce de este riachuelo seco, llego a
ella. Hay un grupo de cuatro corredores del GTP parados. Eso me anima un poco.
La gente también se toma respiros, aunque sea porque el compañero se mea. En la
intersección, como era de esperar, la pista que pica hacia arriba. “Esto ya tiene
que ser la segunda parte del puerto”, me decía. Segunda parte, pero no segunda
mitad. Aún quedaba. Este tramo vuelve a ser pista ancha, pero la pendiente
hacer que sea incapaz de correr. Miro arriba. Al noroeste queda Claveles y
Peñalara. ¡Dios, lo que falta aún! De frente ni siquiera atisbo donde pueda
estar el puerto, casi ni veo la cuerda. Y la pista sigue ascendiendo. Me
adelantan corredores, no tengo muy claro si adelanto a alguno. Fallan las
fuerzas. Ahora me fallan los recuerdos. “¡Crisis, crisis!”, que dirían los
comentaristas de ciclismo. Los pensamientos son muy negativos. Los peores: no
lo estoy disfrutando. No, esto no. Esto no me lo esperaba. La desesperación
hace mella. Comienza una zona de curvas, en algunas aprovecho para ver el valle
del Lozoya y consolarme con lo que he subido ya. Cuatro, cinco, seis… ¿cuántas
eran? La cabeza intenta recordar el Google Maps. Pregunto a algún compañero de
fatiga: “¿Cuánto queda?”, “Unos 3,5 kilómetros”, me responden. No asimilo la
respuesta. Yo quería un ya está aquí.
Siguen las revueltas. Sigo mirando la cuerda. El cuerpo ha entrado en terreno
desconocido: casi 60 km. A otros de los que me pasan, les vuelvo a preguntar.
Esta vez la respuesta es más alentadora. Las zetas se amplían, la cuerda se
empieza a ver y, casi sin tiempo, se ven las carpas del avituallamiento. Buenas
noticias…parciales. El avituallamiento no está situado en el puerto. En
cualquier caso, bienvenido es. Paro para sacarme las piedras de las zapatillas,
exprimir un par de gajos de naranja y tomar algún vaso de isotónico como decían los magníficos voluntarios. Y unos panchitos.
Alguno bromea con las chuletas. Media docena de vacas rodean el
avituallamiento, siempre bajo la atenta mirada de un guarda forestal. Sin mucha
más dilación, me preparó para el último esfuerzo que me exigirá el puerto.
Agacho la cabeza. El aire empieza a soplar desde la vertiente segoviana. Es de
costado, menos mal. Dos voluntarios esperan arriba para tomar tiempos. La
meseta castellana se extiende sobre mis pies: La Granja, Segovia, Valsaín… Por
fin estoy en la cima del Puerto del Reventón. Ya a más de 2000 m. Hizo honor a
su nombre. Se me ha ido lo que llevaba de adelanto. Sólo 10 minutos de margen.
13:19:35
Ahora toca la subida a Peñalara.
También sin referencias hasta la laguna de Los Pájaros. Mi estimación de tiempo
encima es puramente empírica, ¡pero de otros! Cogí las referencias de los que
tardaron en torno a 26 horas y supuse que 2 horas sería un tiempo representativo.
Ahora mismo pienso que tendría que haber puesto 3. Por tanto, la sensación es
que ya paso holgadamente de las 26 horas. Aún quedan 400 m de desnivel
positivo. En realidad son más porque hay toboganes. Siento que me he quitado
parte del agobio de encima. Estar ya en la cuerda es un primer paso, pero al
tener la vista despejada y, por tanto, saber el trazado que sigue la carrera,
vuelve a pesarme. Nada más llegar al Reventón se sigue subiendo. Hay que hacer
una cumbre en 2131 metros. Después espero ansiosamente la Laguna de Los
Pájaros, pero ésta ni se atisba. “No te engañes, está muy cerca de claveles
como para verla ya”. Bofetada producida por una dosis de realidad. Pasamos una
segunda tachuela. 2078 m marca en el mapa que me acompaña mientras escribo. Y
tampoco veo que la siguiente bajada sea la de la laguna. La cabeza entra en una
dinámica demasiado peligrosa, muy cuesta abajo. El viento sigue soplando de
costado. Tengo que parar, aunque sea un minuto. Busco un roquedo que me proteja
un poco del viento. Justo en el momento en el que tomo la decisión, las piedras
no me respaldan con su afloramiento. Recorro unos metros más de carrera hasta
que veo un grupo de rocas que considero que sirven para la función deseada. Me
siento. Extiendo las piernas. Como algo. “¿Estás bien?”, me pregunta uno de los
primeros corredores que me adelanta estando parado. Le hago un gesto
afirmativo. Creo que le llego a responder. El minuto (posiblemente fueran dos o
tres) ha pasado. No miro la hora. De nuevo en pie. Y aún queda una buena subida
para alcanzar de nuevo los 2136 m. El camino no es incómodo. Las pendientes son
relativamente suaves y el firme no tiene mucha piedra suelta. Sí recuerdo pasar
por encima de lo que parecía un antiguo cercado de piedra. Las rocas se habían
venido abajo y formaban una especie de canchal artificial. Llego al puerto de
los Neveros. Hay un hombre animando a los corredores. Buena excursión se ha
hecho para llegar hasta ahí. Ya, nada comparable con lo que llevo. Veo un
cartel que indica “Peñalara 1h”. Le pregunto cuánto se tarda a hacer cumbre. “En
40 minutos estás allí”, me responde. ¡No me lo creo! Le digo que tenga en
cuenta el ritmo al que voy. Se reafirma en lo dicho. Miro la hora. La una de la
tarde pasadas. Hago cuentas. Eso quiere decir que no voy a tardar 3 horas. Que,
a lo mejor, no me retraso sobre el horario. Moralmente, esto me da alas. Y para
redondear la jugada, las crestas de Claveles ya son un hecho, al igual que
donde desagua parte de la nieve que acumulan: la Laguna de los Pájaros. Vuelvo
a terreno conocido. Desde ahí, llegar a la cumbre es un arreón de los buenos,
pero no mucho más. Empiezo a notar que alcanzo a algún corredor. Se forma un
pequeño grupo llegando a Claveles. Entre bocanada y bocanada de aire,
comentamos lo que queda: el canchal de Claveles. Hay alguno que está parado,
tomándose un respiro. Eso me anima más aún. Yo el mío me lo tomé más abajo, y
parece que no he sido el único. Entro en el Canchal encabezando un grupito en
el que van unos andaluces. Alucinan con el camino, bueno con ir saltando de
piedra en piedra: “Quillo, ¿pero esto qué es?”; “Aquí no hay camino, ni ná;
“Pues ya verás, Pedro cuando llegue va a flipar”. Mientras yo estaba intentando
no caerme o meter la pierna en un hueco a la vez que me desternillaba de la
risa. Las grietas del Ártico, las
llamo cariñosamente. Terminado el canchal ya solo queda la última subida a
Peñalara, apenas 50 metros de desnivel. Punto culminante de la carrera. El
techo de Madrid. Cerca de la cumbre sitúan el control. Aún me siguen sobrando
10 minutos. Finalmente era correcta la referencia de 2 horas desde el reventón.
15:18:02
Desde la cima se inicia una
bajada, vertiginosa en algunos tramos, hacia La Granja. El Real Sitio de San
Ildefonso se encuentra literalmente a los pies del montañero. El camino, muy
bien señalizado, es un punto crucial porque se separan las carreras de 110 y 80
con respecto a la de 60 km. Hay un voluntario preguntando y fijándose en
dorsales y pulseras para ver hacia dónde tiene que mandar a cada corredor. La
bajada se inicia hacia lo que parece un murete de piedras. Desconozco su
función, pero a mí en ese momento me sirve de protección para pararme y ponerme
el cortavientos. El viento de costado, con el giro, se vuelve de cara. Ya habrá
tiempo de quitarlo más abajo, ahora lo importante es evitar el frío. En este
primera parte no hay camino, se anda sobre las piedras. Los que vamos a esta
altura de la carrera, pues lo hacemos lo mejor que podemos, dentro de lo que
nos da el cansancio y el talento. Desde el principio me encuentro con un ritmo cómodo, podría decir. Aquí la pendiente
aún no es exagerada. Busco un grupo de rocas situadas más abajo que me sirven
de referencia antes del giro a la derecha que busca la Majada Hambrienta (o
Chozo Aranguez). Las vistas sobre el valle del Eresma y la meseta segoviana
siguen siendo espectaculares. En el giro hay una persona, me crea cierta
confusión, no sé si es voluntario o paisano, y no sé si vagamente da alguna
indicación o ánimo. Ahora viene lo bueno. Lo de verdad. Las idílicas praderas
verdes que invitan al descanso y desasosiego que rodean la majada, se
encuentran precedidas de una de las bajadas más complicadas que he hecho en la
sierra madrileña. Al menos, me la conocía. Aun así, no sé cómo iban a aguantar
las rodillas, y más después de 70 kilómetros. Mucha piedra suelta, curvas
estrechísimas, las zetas parecen casi escalones. La concentración debe ser
máxima. Pocas miradas al horizonte ya. Se ven atajos realizados por gente que
sube o baja bien. Yo siempre tomo la alternativa más tendida, aunque suponga unos
metros más. Unos cuantos escalones. Alguno me adelanta. La rodilla empieza a
doler… la izquierda. ¡No me lo puedo creer! Cambiar mi manera de bajar por la
montaña estos últimos meses hace que sea la rodilla buena la que se resienta
antes. Y encima, sin mejorar la movilidad de la derecha. Uno de los corredores
me sugiere que estire. “No es de cuádriceps”,
le respondo, y aclaro: “Son las rodillas”. Poco estiramiento tiene eso.
Pasadas las curvas, únicamente queda unos metros de barranco que salvar. Ya casi
está, un poco más. Es poner el primer pie en la hierba y sentir un gran alivio
por haber salvado las dos bajadas más difíciles del GTP, condecoradas con un Precaución
en la bajada por la organización. Me siento en la hierba. Hay dolor. Me
funcionó antes, así que considero que estar 5 minutos parado ahí mientras como
algo, me va a venir bien. Cuando quiero darme cuenta, había otros dos también
sentados. Les hago la broma fácil: “¿Qué? ¿Os he dado envidia?”. Creo que uno
de ellos era parada obligada por las piedras en las zapatillas. En este rato
que paso sentado, aparece un chico con aspecto andino subiendo ligero hacia
Peñalara. Nos da ánimos. Hasta ahí todo normal, pero lo curioso de esta
anécdota viene después cuando otro con aspecto mucho más de la tierra, pregunta
mientras recupera el resuello que “si hemos visto al peruano”. Le decimos que
ha pasado hace un par de minutos. “¡Qué cabrón, me lleva con la lengua
afuera!”;”No os digo lo que hace este tío”, nos dice queriendo dejar ese halo
de misterio, pero sus ganas de desahogarse le pueden, “Pues éste se mete 14
ultras al año, y encima siendo de los Andes, ¡la altura no le afecta!”. Se
había apuntado a un ultra por equipos con él. ¿Y luego soy yo el de las ideas
descabelladas? Toca volver a mi reflexión. No perder de vista el siguiente
objetivo: La Granja. La rodilla me duele menos. Sé que el terreno ahora es
bastante cómodo. Echo mano de la calculadora. Igual que fui justo con el tiempo
del Reventón a Peñalara, ahora, hasta La Granja, lo he considerado como si
anduviera todo el rato. Y, aunque parezca increíble, me veo con fuerzas y ganas
de trotar. Pienso en el camino sin apenas piedras, el piso compactado, el
paraíso salido del infierno alpino de rocas sueltas. Echo a correr y con la
sensación de que puede durar. Al momento, llego a la Majada. Aún es un terreno
relativamente llano. Divertido de correr. Para disfrutar el paisaje. Y con el
orgullo de llevar 75 km. Me adentro en el pinar, mi siguiente referencia es un
giro brusco a la izquierda. Voy con cuidado, tratando de recordar los detalles.
El recorrido oficial ataja por un camino que el track no sigue. ¡Y yo que hice
el rodeo por respetarlo! Mejor, le vamos a sacar medio minuto. Ese atajo es
cerrado, tengo que llevar los bastones pegados al cuerpo, los árboles forman
casi una galería. Aún queda alguna pradera surcada por arroyos que bajan de
Peñalara. Remonto alguna posición. No muchas, los demás también corren. Encuentro
el giro. Mi cabeza ahora vuela, recorre de memoria los puntos, cambios de
camino que quedan hasta La Granja. Es el mejor momento de la carrera hasta
ahora. Encima no pega mucho el sol para ser las 3 de la tarde. Una pequeña
vaguada, salida a una pista forestal y me encuentro con el grupo de
avituallamiento del Raso del Pino. No hay control. Pregunto para confirmar la
distancia a La Granja. Unos 5 km y en bajada, ni paro. Dos tramos de bajada más
inclinada. Las piernas siguen yendo bien. Los bastones ayudan a descargar peso.
Sorprendentemente, en este tramo sigo adelantando corredores. Hay que seguir
apretando. Me obligo porque ahora moralmente puedo. Llego a un puente de madera
con los restos de una pequeña presa rota. Hay un grupo de personas que se han
acercado hasta ahí a pasar el día. Y salgo de nuevo a otra pista forestal. El
terreno se vuelve llano. Ya no existe inercia. Veo un corredor a escasos metros
por delante de mí, unos 50 calculo que habrá de distancia. Se pone a correr.
“Venga, que no se te vaya”. Hago lo mismo. Llevo una referencia muy válida para mí. Esto facilita algo las cosas. A la derecha de nuevo otro sendero, este es el que lleva a la parte trasera del palacio de La Granja. Deben quedar un par de kilómetros. Camino conocido, muy conocido. La vez que vine que reconocimiento aquí, tuve que volver atrás por salirme del track. Ahora veo recompensado aquel esfuerzo que daba pereza. Primera parte subida, luego unos toboganes, árbol caído, afloramiento de piedras… aún sigo al corredor con el que enganche en la pista. En un momento determinado, se para. “¡Si vas muy bien!”, le digo. No acierto a oír su respuesta. Un poco más adelante, ya se ve el muro del palacio. Miro la hora. ¡Qué inyección de moral! Aún recordaba un pequeño puente de madera sobre el arroyo Morete. Hay un fotógrafo
esperando. La primera foto no parece haberle salido bien. Me paro y continúo.
Todo por salir más o menos bien en la foto. Un último repecho y la bajada
pegada al muro donde me encontré en primavera al regimiento militar. Se enlaza
con la pista que baja del puerto del Reventón y directos a la plaza de toros.
Un último kilómetro ya con algo de asfalto y bastante recto. Cuesta cuando las
referencias están tan lejos. Hay un grupo de chiquillos justo al final del
paseo arbolado. Deduzco que vigilados por sus padres al otro lado de la
calzada. El corredor que me precede pasa a su lado cuando veo que los niños le
habían tendido la mano para chocarla, sin haber recibido respuesta. No juzgo la
acción, para empezar porque pudo no haberse dado cuenta. El caso es que echo
los dos bastones a la mano derecha y extiendo la izquierda cuando paso a su
lado chocando las manos. Considero que es un pequeño detalle para alguien que
se ha molestado en animarte. En la plaza de toros, giro a la izquierda. Ya en
el caso urbano de La Granja aquello es un jolgorio. Los ánimos resuenan en toda
la calle. Habrán visto pasar a cientos de corredores antes que yo, y siguen
jaleando. Para quitarse el sombrero. Justo antes de hacer el último giro a la
derecha donde está el avituallamiento, una señora se levanta de una mesa y me
ofrece unas picotas. Se me escapa una sonrisa de oreja a oreja mientras declino
la invitación. Buen avituallamiento. Del estilo de Rascafría: jamón y queso,
ensalada de pasta. Lo único la pradera, aunque una de las voluntarias me invita
a que me tumbe en el césped de un bulevar cercano. 80 km de carrera. Sólo queda
volver. Antes comer un poco, y disfrutar del momento. Sobre todo del tiempo… le
he dado un mordisco de una hora y media al tiempo previsto. 17:07:23
Cruzando el Arroyo Morete. Cerca de La Granja |
(Solo habrá 2 corredores que
llegando después de mí a La Granja, acabasen la prueba antes. 28 serán los que
llegando antes que yo, terminen después.)
Salir de La Granja no resulta
mentalmente fácil. Ya es un buen tute de kilómetros y saber que quedan 20 hasta
coronar en el Puerto de Navacerrada se hace duro. El remedio contra esto, el de
siempre: objetivos cercanos. El recorrido pasa cerca del palacio donde los
ultreros nos mezclamos con los turistas y los oriundos. Hay algo menos de
ambiente. Se abandona el casco urbano junto al campo de polo, pero no
exactamente por donde yo suponía (que era una pista ancha), si no que el
recorrido te guiaba por una arboleda muy agradable con una fuente que invitaba
a refrescarse. Eso hizo una pareja de la carrera de 80 que iba delante de mí.
Este tramo es muy engañoso. Lo he recorrido dos veces en primavera y, por
suerte, mis cuentas han sido que lo hacía andando. Sin embargo, y tras volver a
estar centrado en la carrera después del parón en La Granja, veo que siendo el
camino cómodo, puedo trotar. Muy poca cosa, pero lo suficiente como para haber
adelantado media docena de corredores antes de llegar a la estación de aforos
que hay antes de la Pradera de Navalhorno. Esta parte del camino, el de las
Pesquerías Reales, es muy agradable. Encima tengo la recompensa de que el agua
fluye principalmente por su cauce, y no inundándolo todo como ocurría allá por
el mes de abril. Es curioso cómo se recuerda por dónde llegaba el agua, y las
veces que me habré mojado los pies. “Esto me hará ganar algo de tiempo”,
considero. 3h 30 al Puerto de La Fuenfría es mi referencia. Después de la
estación de aforos llega una subida hasta alcanzar la presa de la Pradera. El
terreno es más rocoso, y el ritmo, andando, se hace pesado. El camino gana cota
por una ladera de matorral y ya se ve el puente del río Eresma que separa la
Pradera de Valsaín. Hay que cambiar de margen del río para entrar en una pista
que nos conduce a un antiguo acueducto que hay en el valle. Antes, junto a la
carretera, hay una familia sentada en un banco bajo un árbol que anima. Los
corredores ya van separados, en cuanto los ritmos son algo distintos, en
seguida se pierden de vista unos a otros. Es lo que tiene la zona arbolada… y
la altura de carrera a la que me encuentro. Nuevo puente sobre el río para ya
mantenernos ahí hasta sobrepasar las zonas de recreo de Los Asientos y Boca del
Asno. Hoy no ha hecho mucho calor, y ya es media tarde. El ajetreo imagino no
es el de hace unas horas. Lo agradezco. Una docena de senderistas que me cruzo
y poco más. Ya queda poca gente de sobremesa en los merenderos. Alguno que nos
ve, va animando. En zonas de bajada en los toboganes sí echo a correr, pero lo
máximo que doy ahora es para andar ligero. Sé que está casi hecho, pero aún
falta. Este andar me permite una vez pasada La Boca del Asno, ver a un par de
cientos de metros a un grupo de cinco corredores. Trato de buscar referencias y
alcanzarles. También busco el último puente por el que se vuelve a cruzar el
Eresma antes de la Casa de la Pesca. Ya casi les tengo, llegamos al puente.
“¡No puede quedar mucho más!”, trato de convencerme. El camino pica para
arriba. Alzo la vista. Veo las carpas. Cien metros, no más. Un senderista
sentado sobre unas rocas junto al camino, indica al grupo que ahí mismo está el
avituallamiento. Km 92. Casa de La Pesca. Última parada antes de lo bueno.
19:19:10.
En el avituallamiento te
reciben con una ducha. Mi cabeza busca un poste metálico, pero es una amable voluntaria
la que te rocía con un pulverizador. El cerebro tiene lo justo ya para pasar el
día. Suelto la mochila, los bastones e inicio un poco el ritual que he venido
haciendo. Un poco de bebida y a extender las piernas. Comer algo y reflexionar
sobre lo que denominan el arrastradero
del GTP. Nos dan un gel de Powerbar con el que deben despegar los aviones y
pregunto sobre su utilización.
Desconozco cómo me va a sentar. No quiero riesgos, aunque calóricamente no
optimice los recursos disponibles. Las conversaciones alrededor de la carpa
tratan sobre el mismo tema: la dureza del último kilómetro hasta la Fuente de
La Fuenfría. Miedo y desconocimiento se mezclan con los que ya han
experimentado esto en estas condiciones. Pasados unos minutos, abandono el avituallamiento.
Nada más salir recuerdo haberme mojado los pies en primavera las dos veces que
había que cruzar por un arroyo próximo. ¡Qué cómodo es el verano! El caudal ha
bajado ostensiblemente y unas pocas piedras colocadas estratégicamente sirven
para mantener secos los pies. Corta subida por una pista, giro a la derecha y
de nuevo se enlaza con la carreterilla asfaltada donde estaba el
avituallamiento. El tramo de asfalto no da respiro: una recta de unos
doscientos metros calculo con una pendiente respetable. Las piernas van cerca
del límite. Desvío a la izquierda, de nuevo por pista, en el que hay un
respiro. Unos metros llanos y bajadita para cruzar otro arroyo. Lo que en
primavera era una pequeña balsa de agua, ahora es casi un hilo. Se supera con una
amplia zancada. Y aquí empieza ese último kilómetro. El muro. Las marcas rojas
de blancas del GR-10 flanquean el camino, la tortura, el suplicio. 5 escalones,
eso es lo que recuerdo. Pero no la distancia y lo que es peor, el criterio de
división. Porque la separación entre ellos no es un terreno llano o de bajada,
es que la pendiente suaviza. Vamos a por ello. Alzo la vista, veo a algún
corredor ahí, cerca. Es inalcanzable.
Es una carrera de caracoles. El primer escalón pasa decentemente rápido. Ya
pesa hasta la cabeza. Me refugio en mi gorra y en las primeras piedras que
jalonan el anodino paso de mis pies. No hay más. No puedo, ni debo, echar la
vista mucho más arriba. Parece que el segundo está. Viene el tercero. Muestra
unas intenciones peor que el resto. Hay 50 metros que me resultan penosísimos.
Tengo que seguir encerrado en mí mismo. Sabes que la distancia objetiva a la
fuente no es mucha.
En algún lugar de la sierra ;-) |
Salgo de la fuente para coger el
camino Schmidt. Menos mal que son las 7 de la tarde y ya poca gente queda. Me
pregunto si los primeros habrán tenido que saltar por encima de niños, perros,
adultos parados ocupando el camino… Voy reflexionando sobre la hora que le he
dicho a la familia. Quizás pudiera tardar menos. Van a venir a verme y por unos
minutos tampoco quiero que se hagan el viaje en balde. Así que voy tranquilo.
Tampoco es que pueda ir mucho más deprisa, pero el camino son una sucesiones de
toboganes que sí permiten que se trote. Me adelanta algún corredor y otro con
el que había salido prácticamente a la vez de la fuente, se marcha. Algún
andarín se anima a transitarlo a estas horas. Son sensibles con la causa y animan cuando te cruzas con ellos. Uno de
ellos incluso me pregunta cuántos kilómetros vamos a hacer. Me obliga a gritarle, “¡110!” para que me
oiga una vez le he sobrepasado. No hay mucho que reseñar en este tramo. Si
acaso que estos meses atrás lo hice con nieve y resultó mucho más complicado.
En seguida veo el edificio del ejército situado junto a las pistas de esquí del
cerro del Telégrafo. Aún queda algo de subida. Unos metros de desnivel en un
par de kilómetros. Atravieso la pista de El Bosque y en unos metros alcanzo el
asfalto que lleva al puerto. Un voluntario está comentando con una chica que la
bajada a Navacerrada (le aclara que por el emburriadero) normalmente se puede
hacer corriendo y dando saltos. “Estoy como para dar saltos después de 100
kilómetros”, le digo. Se echan a reír. Solo queda bajar hasta la carretera que
une Madrid y Segovia, y ahí está el punto de control. Me indican que el avituallamiento
está en el parking de Venta Arias. Unos metros más abajo. Qué pena que haya que
hacer unos metros para luego deshacerlos. En fin, me dirijo a las carpas y
llamo a la familia para decirles que ya estoy. Les quedan 10 minutos. Bueno,
aprovecharé para descansar. Esto ya está hecho. Y encima en menos de 26 horas. Km
101. 21:46:23
Como unas cuantas lonchas de
jamón y varios trozos de queso. ¡Esto se merece un homenaje! Corre algo de
aire. Vuelvo a pertrecharme con el cortavientos. Ya llega la familia. Lo
primero que les sorprende es la cara de cansado que tengo. Ya son 34 horas sin
dormir, así que supongo que será así. Unas cuantas fotos y me preguntan si
estoy entero. La niña trastea con el vaso plegable y se lo lleva lleno de
coca-cola. Regalo de los voluntarios. Tenía ganas de ver a los míos y encima
poder contarles que, salvo caída en la última bajada, voy a conseguir terminar.
En un momento determinado pienso en la marca que puedo hacer. Pregunto la hora.
“Nueve menos cuarto”, dice mi padre. “Me voy”, lacónico y casi cortante, pero
hago el cálculo de que puedo tardar 1h 45 min en bajar a Navacerrada y eso
supondría hacer el recorrido en menos de un día. Voy a salir… el frontal.
Quiero adelantar la logística, puesto que se me hará de noche. Al menos para la
organización que exige el frontal a partir de las 21:30. La luz de posición
trasera la enciendo ya. No quiero tener que quitarme más la mochila. Me echo el
buff a la cabeza y me dejo el frontal puesto. Ahora sí me despido, “hasta
luego”. Han sido 25 minutos en el avituallamiento. En el que más tiempo he
estado. Podía haberlo acortado algo, pero ha valido la pena. Cruzo la carretera
y giro a la derecha para entrar en la pista que conduce a la loma del
emburriadero. La última tachuela. La subida es bastante suave, llevo un ritmo
bastante ligero. Entre andar y trotar. Me ha venido bien el descanso. Antes de
lo que pienso corono. Como si fuera un huerto, una pequeña pradera aparece
sembrada de carteles de la organización indicando por dónde se inicia el descenso.
La primera parte del descenso al valle de La Barranca es un poco más técnica.
Comienzo a bajar y veo que, comparándolas con las dos señoras bajadas contra
las que he tenido que luchar, esto tampoco es para tanto. Así que aligero el
paso. Increíble. Parece que acabo de salir al monte. Las piernas responden y
con lo que más cuidado tengo que tener es con mi habilidad, que sigue siendo
limitada. Voy adelantando corredores. Uno de ellos me dice que voy como una
moto. Ya es la inyección moral que faltaba. Antes de entrar en el pinar y
después de uno de los giros bruscos del camino, me dejan pasar otros tres
corredores más. Eso es un detalle. Ni siquiera tengo que frenar o avisarles. Y
todos estamos cansados, pero que se aparten del camino (es estrecho, es
verdad), me parece digno de reseñar. Sorteo la última parte más alpina de la
bajada, ya hay menos piedras sueltas. Estoy dentro del pinar, atención con las
raíces. Curva cerradísima a la izquierda entre dos árboles. Hay un atajo que
hace que la curva sea aún más cerrada. No voy por ahí, no termino de estar
convencido de poder esquivar el árbol que queda en medio. Esa es la última
referencia que tengo antes de la pista. Miro abajo, buscándola. Voy bien de
ritmo, pero el tiempo también corre en contra del nuevo objetivo. Cruzo la
pista. Hay un corredor que se ha parado. “¿Para ponerse el frontal?”, me
pregunto en un ejercicio de deducción un tanto osada. En cualquier caso, eso
que ya tengo hecho. Otro tramo de sendero entre el pinar. Ahora hay más
afloramiento de piedras. Voy saltando como buenamente puedo. Llego a la fuente
de Mingo y a la pista forestal, unos metros por encima del parque de tirolinas
que hay. Recuerdo que hay un zigzag que se puede acortar. Casi ruego que, por
favor, sea así. Y tuve recompensa. El recorrido sale tangencialmente de la
primera curva buscando la pista más abajo. Ya queda poco para la barranca. He
pasado algún corredor más. Allí está la barrera y los voluntarios tomando el
último control de carrera antes de la meta. Les pregunto qué hora es. “Nueve y
media”, me informan. ¡Esto está hecho! La Barranca. Km 106. 22:59:55
¡Entrando en Meta! |
La pendiente sigue siendo lo
suficientemente negativa para que pueda seguir corriendo. Paso por los
aparcamientos y una persona de la organización me anima indicándome que el
ritmo que llevo es muy bueno para estas alturas de carrera. Sí que lo es. Ni yo
me lo creo. Una vez pasados los aparcamientos, la pista se hace más pesada.
Firme irregular que se hace ciertamente incómodo después de una centena de
kilómetros. Deben de quedar 3 a meta. En ese momento, siento que ha ocurrido
algo en el pie. Se ha reventado una de las ampollas en el pie izquierdo. El
hecho por sí mismo no duele, pero sí al apoyar. ¡A falta de 3 kilómetros! ¡No, después
de lo que llevo! Habrá que aguantar. Bajo un poco el ritmo, aprovecho para
decirle a la familia que en unos 10 minutos
estaré en meta. Ya veo el penúltimo paso canadiense de la pista. Hay que trotar
otra vez. Llego a ver las casas, una última amplia curva a la derecha y el
último paso con barras. Deben de quedar 300 metros a la rotonda de la piedra
que está en la salida del pueblo. Aún hay tiempo para coincidir con una chica
que sale de su casa. Siendo del pueblo, pues da ánimos. “Ya falta poco”, dice.
¡Lo sabré yo si falta poco! Llego a las inmediaciones de la rotonda. Recuerdo
que hay que cruzar por el paso de cebra. Un último corredor al que adelanto, se
para. Creo que vuelve a ser por lo del frontal. Encaro la bajada al centro del
pueblo. Hace un día estaba iniciando este reto. Saboreo el momento. Atravieso
la plaza donde está la Policía Local y en la calle que continúa comienza el
jaleo constante del público. Primero son viandantes con los que me cruzo y la
traca final es al encarar la plaza donde está la línea de meta. Las terrazas a
rebosar y la gente animando. ¡Cuántos habrán visto pasar ya! Pero esto te hace
volar. Los últimos metros se hacen solos. Ni recuerdo de la ampolla reventada.
Ahí están los míos cerca de la meta. La satisfacción es tal que no puedo dejar
de correr. Mi mujer intenta grabar un video, pero es lo que tiene el directo, y no lo pudo hacer. Alfombra
azul de meta. La satisfacción es indescriptible. Quedan una veintena de metros
y llevo los bastones en una mano. Con la otra llevo el puño cerrado ya hace un
rato, celebrando cada último de estos pasos. La última anécdota llegará al
cruzar la línea de meta; aquí ya cada mano con su bastón. La alfombra tenía
cierta pendiente que no vi, lo que hizo que tuviera un traspié. Salvé los
muebles y no caí. “Deja ya de correr”, escuché a lo lejos. Fotos con la peque
en la línea de meta. Km 111. 23:32:58
FINISHER del GTP 2014